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Del excelente-casi genial-ensayo Tumbas sin sosiego, del historiador Rafael Rojas, radicado en México, ofrecemos una tajada de texto que no tiene desperdicio: saboreen.Revolución, disidencia y exilio
El ensayista puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones fue el primero en trasladar, al caso cubano, la muy útil teoría de salida, voz y lealtad, desarrollada por Albert O. Hirschman, originalmente, para el mundo empresarial y aplicada luego, por él mismo, a la Alemania Oriental en los años previos a la caída del Muro de Berlín. Según Hirschman, en cualquier estructura social, pero especialmente en aquellas regidas por un orden político autoritario o cerrado, los sujetos optan por tres alternativas; la lealtad, la voz y la salida o, lo que es lo mismo, la obediencia, la oposición y el éxodo, En la historia de Cuba, la Revolución de 1959 y su ulterior ordenamiento comunista provocaron una encrucijada de tres caminos, fácilmente identificables con las opciones de salida, voz y lealtad. La idea de Hirschman, en lo concerniente, sobre todo, a la voz y la lealtad, había conocido algunos vislumbres clásicos como el de Étienne de la Boétie en su famosa distinción entre la”servidumbre voluntaria e involuntaria” o el de David Hume en su deslinde entre “obediencia pasiva y activa”.
Entre 1959 y 1961, el campo intelectual cubano –y entiéndase aquí por “intelectuales” en la comprensión más difundida de ese rol y que comparten autores tan diversos como Julián Marías, Ángel Rama, Maurice Blanchot, Norberto Bobbio, Paul Jonson y Christopher Hichens , a aquellos creadores de una cultura que, más allá de la producción de sentido que practican sus poéticas, intervienen en la esfera pública con ideas u opiniones- se dividió en tres posiciones: la adhesión acrítica al gobierno revolucionario, el respaldo crítico a la Revolución y el exilio. En un estudio memorable sobre intelectuales españoles de la primera mitad del siglo XX (Unamuno, Ortega, Azaña y Negrín), Juan Marichal señalaba lo porosas que eran las fronteras entre disidencia y oficialidad y lo fácil que podía ser, para un intelectual público, pasar de la oposición al Estado, de la crítica civil al funcionariado gubernamental. En la Cuba de los primeros años revolucionarios esas mutaciones de roles se produjeron de manera acelerada y hasta imprevisible.
La mayoría de los intelectuales cubanos respaldó el nuevo orden revolucionario. Que lo hicieran republicanos muy activos como Mañach, comunistas como Marinello o jóvenes antiautoritarios como Cabrera Infante no extraño. Pero que pensadores ya cansados de tanto vaivén político, como Fernando Ortiz, y artistas de la literatura, tan defensores de la autonomía del “espacio literario” como Lezama y Piñera apoyaran la Revolución es señal del encanto que ejerció aquella utopía y de la ansiedad de mitos históricos que sentían aquellos intelectuales, frustrados ante la experiencia republicana. Estos tres casos son emblemáticos, no sólo por la singularidad de sus obras, sino por encarnar tres de las plataformas simbólicas no comunistas del nacionalismo cubano-la republicana, la católica y la vanguardista- que se disputaron, con el marxismo, la hegemonía intelectual de la isla a mediados del siglo XX.
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