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El Festival Internacional de Cine Pobre o el Festival de Gibara, como suele llamarse a la fiesta cinematográfica ideada y echada a andar por Humberto Solás en abril de 2003, ya va por su sétima edición en su afán de hacer el gran cine… con nada. Que es decir, con poco dinero. Obtener financiamiento para un filme es la mayor acción desencadenante de stress en nuestra contemporaneidad: el cine es caro, carísimo y la angustia que desata conseguir la plata para realizar no ya una ficción, sino un documental o videoclip, espeluzna.Al Festival acuden no solo autores cinematográficos y productores, de los cinco continentes, sino entusiastas activistas culturales por la autonomía del arte, en su gran mayoría, europeos.
Este año, en medio de ostensibles medidas de seguridad y ahorro, impuestas por el ICAIC, ente auspiciador junto al Ministerio de Cultura y los gobiernos de Holguín y Gibara, el evento mantuvo a duras penas el aliento desmitificador con que le animara su creador, cuya ausencia física –muere en enero de 2009-, se hacía notar en la toma de decisiones, tanto de alcance político como económico.
Géneros privilegiados fueron el animado y el videoarte, con obras de alta calidad tanto foráneas como nacionales, siendo el Gran Premio para el filme cubano de animación 20 años, del realizador Bárbaro Joel Ortiz, quien utilizó la vieja y eficaz técnica del stop motion.
El Festival de Gibara se ha ido consolidando como un punto de encuentro importante para cineastas emergentes, cuya obra es aún escasa, incipiente. Se busca ayuda para postproducciones, como la confrontación con otros realizadores, y una mayor visibilidad y posible acceso a mercados locales -el de Latinoamérica, por ejemplo-. Sin embargo, muchas ilusiones chocan con la realidad de una distribución global inexistente para estos filmes, cuyo visionaje sigue destinado para la mirada de los públicos festivaleros.
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