Image by Franco Folini via Flickr
Compartiremos esta vez el segundo y quinto de los Diez mensajes sobre la resistencia ante los muros del escritor y crítico de arte británico John Berger:
Dos
Los pobres no tienen morada. Tienen hogares porque recuerdan a sus madres o a sus abuelos o a una tía que los crió. Una morada es una fortaleza, no un relato; mantiene a raya al viento. Una morada necesita paredes. Prácticamente todos los que son pobres sueñan con tener una pequeña morada, que es como soñar con el descanso. Por más aglomeración que haya, los pobres viven a la intemperie, donde improvisan, no moradas, sino sitios para ellos. Estos sitios son tan protagonistas como sus ocupantes; los sitios tienen una vida propia que vivir y no sirven a otros, como hacen las moradas. Los pobres viven con el viento, la humedad, el polvo del aire, el silencio, el ruido insoportable (a veces con ambas cosas, ¡es posible!), con hormigas, con animales grandes, con olores que suben de la tierra, con ratas, humo, lluvia, vibraciones de otras partes, rumores, con el anochecer y con todos los demás. Entre los habitantes y estas presencias no hay líneas divisorias claras. Indisolublemente unidos, constituyen juntos la vida del sitio. (…) A los pobres no se les puede apresar colectivamente. No solo son mayoría en el planeta, sino que están por todas partes y hasta el más insignificante de los acontecimientos habla de ellos. Ésta es la razón de que la actividad básica de los ricos sea hoy la construcción de muros: muros de hormigón, de vigilancia electrónica, de bombardeo de misiles, campos de minas, controles fronterizos, y las pantallas opacas de los medios de comunicación.
[...]
Quinto
El secreto de contar historias entre los pobres está en la convicción de que los relatos se cuentan para que puedan ser escuchados en otros sitios, donde alguien o quizá una legión de personas, sepan mejor que el narrador o los protagonistas de la historia qué significa la vida. Los poderosos no pueden contar historias: las bravatas son lo contrario de las historias, y cualquier historia, por plácida que sea, tiene que carecer de temor, y los poderosos viven hoy con nerviosismo.
Una historia remite la vida a un juez alternativo y más definitivo que está lejos. Puede que el juez esté situado en el futuro, o en un pasado que aún presta atención, o puede que en algún lugar más allá de la montaña, donde la suerte del día ha cambiado (los pobres tienen que referirse a menudo a la buena o mala suerte) de forma que los últimos se han convertido en los primeros.
El tiempo de la historia (el tiempo dentro de una historia) no es lineal. Los vivos y los muertos se encuentran como oyentes y jueces dentro de ese tiempo, y cuanto mayor sea el número de oyentes que parecen estar allí, más íntima se hace la historia para cada oyente. Las historias son una forma de compartir la creencia de que la justicia es inminente. Y por esa creencia, los niños, mujeres y hombres lucharán en un momento dado con asombrosa ferocidad. Por eso los tiranos tienen miedo a que se narren historias: toda historia remite de alguna forma a la historia de su caída.
“Donde quiera que fuese, sólo tenía que prometer una historia y la gente le acogía para pasar la noche; una historia es más fuerte que un zar. Sólo había una cosa: si empezaba a contar historias antes de la cena, nadie sentía nunca hambre y no le daban nada de comer. Así que el viejo soldado siempre pedía antes un cuenco de sopa” (Andréi Platónov).
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